POR:
Eliana Castro Gaviria1
Amanda, mi querida Amanda:
Veo tu foto y te veo tan llena de vida: 53 años bien ocultos en esa melena alborotada y en esa risa abierta y limpia de muchacha eternamente joven. Veo a mi abuela y me retuerce la idea de no imaginarnos juntos como tantas veces te vi a su lado. No solamente nos quitaron un presente, mamá, nos quitaron el futuro. ¿Pude haber hecho algo para evitarlo? El psicólogo me ha aconsejado que transforme el dolor en honor. Es lo único sensato que he escuchado estos meses. Hago entonces lo que me salva: escribir. No encuentro otra manera de perdonarnos. Ni tú ni yo somos culpables.
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Su nombre era (o será para mí en la eternidad) Gladys Rodríguez Cañón, pero en casa nos gustaba llamarla Amanda como lo hacía un tío por la canción de Víctor Jara. Era bogotana, crespa y flaca, la menor de seis hermanos, tres hombres y tres mujeres. Perdió a su padre, mi abuelo, a los 13 años en un accidente automovilístico. Yo, Luis Andrés Torres Rodríguez, nací cuando ella tenía 17. Nunca me contó ni yo indagué la historia de mi padre biológico. Sé que lo quiso, que muy pronto quedó embarazada, los dos eran igual de jóvenes y entonces vino su primera decepción amorosa.
Crecí acompañado y protegido por mi mamá, mi abuela, mis tías y tíos; una familia clase media, muy unida. Los primeros años de vida me dieron cinco ataques epilépticos, disritmias cerebrales las llamaban los médicos, que me llevaron innumerables veces al hospital. Mamá estuvo al frente de cada crisis como leona, incluso suspendió el colegio por defender a su crio maltrecho. Decían que éramos como dos gotas de agua, idénticos no solamente físicamente sino que hablábamos y actuábamos igual. Cuando yo cumplí nueve años y mis ataques desaparecieron, validó el bachillerato y entró a estudiar Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad Distrital.
...ella escuchaba atenta su clase de historia y yo pintaba en las hojas que me regalaba el profesor. Mientras estudiaba la carrera montó un jardín en la casa de mi abuela con una mesa y siete sillas. Era inagotable...
Era una estudiante entregada y apasionada. La recuerdo entre lecturas y conversaciones sobre revolución, clase obrera y proletariado. Había fines de semana en los que no tenía con quien dejarme, y me llevaba a la universidad. Ella escuchaba atenta su clase de historia y yo pintaba en las hojas que me regala el profesor. Mientras estudiaba la carrera montó un jardín en la casa de mi abuela con una mesa y siete sillas. Era inagotable. Trabajaba mediodía, se iba a estudiar y llegaba a la noche a seguir estudiando. Su sueño era construir un proyecto pedagógico que brindara educación de calidad a bajo costo. Y vaya que lo consiguió.
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Hay días en los que me abrazo a los buenos momentos. Esta mañana, por ejemplo, estuve pensando en la vez que me perdí en la cafetería de tu universidad y salí a callejón donde estaban los muchachos que vendían libros y casetes sobre mantas. ¿Recuerdas? Cuando tú me encontraste tenía un casete de Facundo Cabral en mis manos. Ese día comprendí el mundo que te rodeaba y lo hice mío, con libros como El Discurso del Método o El Capital y los casetes de Facundo Cabral, Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat. Todavía te escucho diciéndome “Andrés, rebobine los casetes…” y sonrío recordándonos con los lápices en la mano dándole vueltas a la cinta.
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La primera vez que supe de Jorge Enrique Pulido Gaviria yo tenía un poco más de nueve años. Se sentó conmigo en el lavadero del patio de la casa de la abuela y me explicó que iba a vivir con nosotros. Yo, que fui un niño, no sé si sumiso, pero sí tranquilo y respetuoso de las decisiones de mamá, le dije que no había problema con tal de que la hiciera feliz.
Jorge era unos cinco años menor que mi mamá, y ambos se conocieron siendo vecinos en el barrio Santander, al sur de Bogotá. Parecía el típico príncipe azul del que hablan en los cuentos, un tipo honesto y trabajador: halagaba a mi mamá con detalles y estaba pendiente de comprar mis útiles y uniformes escolares. Nunca fue un tipo cariñoso ni conversador conmigo, pero yo tampoco busqué una figura paterna en él porque tenía a mis tíos. Los primeros años de convivencia fueron los más fáciles hasta que yo empecé a notar que era en la ausencia de mamá que él cambiaba. Me castigaba y me desconectaba el televisor alegando que no hacía mis tareas cuando no era cierto. Me hacía quitar los zapatos para entrar a la casa. Si me quejaba con alguien, le decía a mamá que yo era mentiroso y echaba a andar un discurso sobre la disciplina.
En esos años, mamá agarró un vuelo académico que Jorge nunca logró seguir. Ella escribió la tesis de su pregrado estando en embarazo de mi hermano, consiguió una casa a través de un crédito, compró el nombre del Liceo Pedagógico Cundinamarca, un colegio en Soacha que había quebrado económicamente, y levantó cada grado escolar. Era secretaria, rectora, atendía la cooperativa y hasta la cafetería. Jorge, empujado por ella, terminó sus estudios universitarios y trabajó en algunas compañías. Era un tipo raro, ahora que lo pienso, no duraba más de un año en los empleos: o renunciaba o lo echaban o se accidentaba y nunca nos daba una explicación convincente de lo que había sucedido.
Ilustración: Delvy Betancour Montoya.
Mamá terminó ofreciéndole trabajo en el colegio. Los dos nos vinculamos al mismo tiempo. Jorge quedó a cargo de la Secretaría General, un cargo administrativo que ella creó para él, y yo obtuve una plaza como profesor mientras estudiaba mi pregrado en Filosofía. El colegio creció aceleradamente hasta convertirse en lo que es hoy: una institución educativa que ajusta más de 27 años y aproximadamente 1.200 estudiantes. Alrededor, mamá levantó un emporio económico a su alrededor y nuestra vida se llenó de lujos. Era gran emprendedora, muy capaz: donde ponía el ojo, ahí había plata.
Jorge empezó a tener más poder y asumió la gerencia, incluso despidió a dos de mis tíos que trabajaban en el colegio; nunca tuvo buena relación laboral con mi familia, decía que era mejor mantener la distancia. Cuando se construyó la segunda sede del colegio, la de bachillerato, él quedó a cargo de la de primaria. Mi mamá generó tanta confianza en él que nunca le exigió balances sobre las inversiones que hacía. Después de lo que le pasó sabemos que más que el proyecto educativo a él lo motivaba el dinero.
...fui descubriendo que era un tipo arbitrario y violento, especialmente con mi hermano. Un par de veces tuve que interponerme en sus discusiones porque lo agarraba y le pegaba contra las esquinas de las paredes...
Mientras tanto, yo no la pasaba bien como profesor. Ya no era un niño callado ni sumiso y tenía ciertas posiciones sobre el manejo del colegio, especialmente sobre las condiciones laborales de los profesores. Eso no le gustaba a él que le advertía a mi mamá que yo iba a acabar con la empresa familiar. Fui descubriendo que era un tipo arbitrario y violento, especialmente con mi hermano. Un par de veces tuve que interponerme en sus discusiones porque lo agarraba y le pegaba contra las esquinas de las paredes. Pero el tipo era astuto y manipulador; maquillaba las palabras y las usaba a su favor. Me descontaba de mi sueldo para pagar mi matrícula de la universidad porque yo tenía que aprender el valor del dinero, o me lo retenía porque decía que yo era rebelde y no cumplía con las normas. Mamá validaba sus actos en nombre de la disciplina y las reglas que querían para mi vida, un montón de palabras que yo no podía creer que salieran de su boca. Un día trató a mi novia, actual compañera, de estúpida, y cuando lo enfrenté le dijo a mi mamá que yo era mentiroso y esquizofrénico.
Alrededor se escuchaban las primeras historias de infidelidades de él, pero nunca había pruebas. Eran chismes que se diluían. Agotado, viéndola a ella enamorada, decidí irme a estudiar a Buenos Aires, Argentina.
Lo mejor que pude hacerle, lo sé hoy, fue irme.
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Otros días, tengo que reconocerlo, me lleno de rabia en tu contra. No puedo juzgarte, no quiero hacerlo, pero no tengo a quién hacerle todas estas preguntas que me arden adentro. ¿Por qué permitiste que esa persona entrara en nuestras vidas? ¿Por qué permitiste que nos ultrajara y te alejara de nosotros? ¿Por qué dudabas de mis quejas? ¿Por qué no pediste ayuda?
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Regresé casi siete años después, ya treintañero, con el primero de mis dos hijos, Luciano. En Argentina estudié en la Universidad de Buenos Aires, hice una especialización en gestión cultural. Trabajé con la Fundación TIDO en proyectos financiados por el Ministerio de Trabajo y Desarrollo Social. Durante esos años, si acaso, vinimos unas cuantas veces de vacaciones, estadías de un mes donde todo era felicidad y mi mamá se estrenaba como abuela de Luciano.
En ese momento el colegio atravesaba una crisis financiera después de que se descubriera el desfalco de una secretaria por cinco años, cuya investigación todavía está en curso. Como mamá quería que yo regresara al país me encargó la Gestión de Vicerrectoría del colegio. Yo llegué motivado, con alternativas pedagógicas distintas: contacté a los docentes, mejoré sus procesos, hice relaciones con otras instituciones, cambié el sistema de evaluación. Mamá y yo hacíamos muy buena llave, éramos muy académicos, nos gustaba el ejercicio del pensamiento. Eso le molestaba a Jorge, que es un tipo práctico, ingeniero, que prefería hablar de dinero. Era tanta su molestia, que llegaba diez minutos antes de las reuniones a imponer los temas.
La relación entre ellos ya no parecía tan fuerte. Se decía que Jorge salía con profesoras, coordinadoras y hasta madres de familia. En mis investigaciones posteriores he dado con profesoras que lo acusan de acoso sexual. En 2015, unos días antes de un viaje a Europa que ellos tenían planeado, ella me confesó que quería separarse porque estaba cansada de sus infidelidades. Sin embargo, cuando regresaron me dijo que había reflexionado y no quería quedarse sola. También me mostró un anillo que le había regalado en la mismísima Torre Eiffel por sus 50 años. Ese era un comportamiento típico de él con ella.
Dos años después, llegó la separación. Es extraño, pero mamá no hablaba con la tristeza ni la decepción de los finales; estaba más preocupada por las propiedades y el dinero que había en juego. Bajó muchos kilos durante ese tiempo. Ella bromeaba diciendo que había superado la infidelidad con la dieta de los cien: ya había llorado cien días, había invertido cien millones en un proyecto editorial y se había comprado una camioneta de cien millones. La puedo escuchar diciéndome que la vida seguía y que ella era fuerte. Mientras estuvieron separados, ella se acercó a mi abuela y al resto de la familia. En esa misma época le entregaron un apartamento en Santa Marta y nos llevó a pasar Navidad allá. Su plan favorito era escaparse cada quince días y pasar el fin de semana en ese apartamento. A los pocos meses, Jorge regresó a la casa; tenía muy claro que después de un año de separación empezaba a perder derechos sobre las propiedades de ella. Mamá trató de llegar a un preacuerdo, pero él le exigía cierta cantidad de dinero de por vida por sus acciones del colegio.
En enero de 2018, otra vez agotado de las discusiones, decidí regresar a Argentina. Ya teníamos a Antonella, mi hija menor.
...en el último abrazo que nos dimos, uno o dos días antes de despedirnos en el colegio. Yo te abracé de una manera única. Estabas tan delgadita, que te levanté del piso. Te abracé y tú también me atrapaste con tus manos. Estabas tan llena de vida, tan alegre, tan pícara…
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Perdóname. ¿Quién soy yo para juzgarte? ¿Y juzgarte para qué? Si acaso juzgándote devolviéramos el tiempo, pero no. Uso mejor toda esta energía concentrándome en el último abrazo que nos dimos, uno o dos días antes de despedirnos en el colegio. Yo te abracé de una manera única. Estabas tan delgadita, que te levanté del piso. Te abracé y tú también me atrapaste con tus manos. Estabas tan llena de vida, tan alegre, tan pícara… una persona así no piensa en morirse.
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El 10 de octubre, a las ocho de la mañana, recibí la noticia del supuesto suicidio de mamá. No había mayores detalles. Estaba en Santa Marta descansando en compañía de Jorge, la mamá y una tía de la señora; ellos, aunque estaban separados, no dejaban de compartir sus espacios. Según le dijo Jorge a mi hermano, mamá se aventó de su apartamento, en el piso 17, antes de las tres de la mañana. Su cuerpo quedó partido en dos, como ahora está mi corazón.
Mientras nosotros, en Argentina buscábamos tiquetes por cielo y tierra, mi primo Fabrizzio y otros familiares acompañaron a mi hermano a Santa Marta. Fabrizzio me contó después la escena del encuentro entre padre e hijo: “Ni siquiera se saludaron, mucho menos se abrazaron, parecían dos desconocidos”. Mi hermano empezó a llorar y la hermana de Jorge le repetía que no juzgara al papá. Mi primo se acercó y los tres tuvieron una discusión porque Jorge se negaba a dar explicaciones. La abogada de mi familia redactó una denuncia por feminicidio y mi hermano la radicó, aunque días después se retractó y abandonó el proceso.
...detrás de una muerte hay un tejido social que la justicia colombiana no ve: mis hijos se quedaron sin su abuela, mi abuela sin su hija, mis tías y tíos sin una hermana, sus estudiantes sin una guía y el sector educativo sin una líder...
Al velorio de mi mamá asistieron más de cuatro mil personas, entre estudiantes, padres de familia, amigos y familiares. Detrás de una muerte hay un tejido social que la justicia colombiana no ve: mis hijos se quedaron sin su abuela, mi abuela sin su hija, mis tías y tíos sin una hermana, sus estudiantes sin una guía y el sector educativo sin una líder. Jorge llegó custodiado, incluso ordenó requisar carros y motos porque decía que temía por su vida. Nunca entendimos ni sus miedos ni sus nervios. No se acercó ni me abrazó ni me dijo nada. ¡Por Dios! Eso me generó una profunda indignidad: fuimos una familia, compartimos el amor de una mujer, yo alcancé a llamarlo papá, y ese hombre permaneció estático, en un rincón, protegido por su familia, sin pronunciar palabra.
Al lunes siguiente, cuando fui al colegio, Jorge me sacó alegando que necesitaba un papel donde constara que yo era heredero. Alcancé a darle un vistazo a la oficina de mamá y me di cuenta de que ya habían desinstalado muchas de sus cosas, incluidos los poemas que yo le regalaba. Unos meses más tarde, le llevé el papel que me pedía y me expresó que yo no tenía nada que ver en el colegio, que él no quería que yo estuviera y que me iba a dejar en la calle.
Un año y medio después, no sabemos qué pasó aquella noche; si hubo discusiones o golpes ni de qué hablaron. No fue una conversación amable, porque él no estaba en esa tónica y ella estaba segura de la separación. Una semana antes yo hablé con mamá por última vez. Estaba muy entusiasmada con la idea de seguir creciendo con el proyecto editorial y estábamos planeando las vacaciones de diciembre en Argentina.
La justicia colombiana, además de inoperante e ineficiente, no tiene ninguna sensibilidad. Cómo es posible que la policía no genere una cadena de custodia. Cómo es posible que mande a un policía de hurtos a atender el caso. Cómo es posible que solo con la declaración de Jorge hayan tipificado lo que pasó como suicidio. Cómo es posible que no interrogaran a las otras dos personas que estaban en ese apartamento sino ocho meses después. Cómo es posible que la fiscal de la Unidad de Reacción Inmediata (URI) número 24 me muestre una carpeta y con frialdad me muestre las fotos de mi mamá partida en dos. Cómo es posible que el fiscal número 30 de Santa Marta me diga que no saben a qué laboratorio mandar el examen de toxicología.
...en ese sentido cualquiera diría que mi mamá es culpable de lo que le pasó porque fue la que aguantó, la que sabía con qué clase hombre estaba, y no. Mi mamá es la víctima y él es el victimario. A lo mejor no recibió ningún golpe, pero fue víctima de muchas violencias...
Sí, yo entiendo que el sistema judicial está colapsando, que un fiscal tiene a su cargo hasta quinientos casos, que los recursos son limitados, pero hay una ley de feminicidio, existe una fiscalía especializada en feminicidios, una recomendaciones para que los reguladores de justicia tengan capacitación con perspectiva de género, y el caso de mi mamá no ha tenido ninguna de esas garantías. Nosotros no hemos recibido ningún acompañamiento, y en cambio hemos tenido que luchar contra la revictimización del sistema. A mí el investigador de la Sijín me ha dicho: “Andrés, supérelo, ya pasaron ocho meses…”. Eso me recuerda las veces que he escuchado a amigas a poner denuncios por maltrato o amenazas y los policías le preguntan cómo estaban vestidas o por qué estaban en la calle. En ese sentido cualquiera diría que mi mamá es culpable de lo que le pasó porque fue la que aguantó, la que sabía con qué clase hombre estaba, y no. Mi mamá es la víctima y él es el victimario. A lo mejor no recibió ningún golpe, pero fue víctima de muchas violencias: violencia psicológica cuando Jorge le decía que su familia era tóxica, o violencia económica cuando le repetía que él era el que cuidaba sus intereses y que nosotros solo la veíamos cuando necesitábamos dinero.
Yo no quiero venganza, quiero justicia. La investigación, aunque lenta, avanza. En agosto del año pasado hicieron el peritaje en el apartamento de Santa Marta y quedaron muchas dudas. Ya dieron, además, la orden de una autopsia psicológica. Si la historia del suicidio tuviera sentido, pienso, el caso estuviera archivado; sin embargo, siguen dando órdenes judiciales. ¿Para investigar o dilatar?, pregunto.
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He pensado en el suicidio como una opción. No sé eso a dónde me lleve, porque no creo que haya un más allá, aunque a veces te sienta tan cerca. He pasado días enteros encerrado en casa. He bajado catorce kilos. Asisto a terapia todavía. Lloro, lloro mucho. Este ha sido un proceso de vaivenes, de tristezas, de retos, de transformaciones, de resignificar cosas. La muerte no me genera trauma, hace parte de la vida, y uno está en su derecho de interrumpirla si quiere. Lo que me perturba es la situación: cómo se dio y cómo se ocultó. Eso es lo que me indigna. No debiste terminar así.
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Hablo con mamá casi a diario. Le prendo una vela aromatizada y empiezo a leerle poesía, a escribirle cartas o a compartirle mis reflexiones. Me he dado cuenta de que ese contacto espiritual me fortalece y me ha permitido quitarme culpas y quitárselas a ella. Mis hijos también hablan con ella. Mi hija Antonella ve el firmamento y dice: “La abuela está en la Luna”. Luciano, que compartió más tiempo con ella, está en terapia. Los dos bautizaron a su abuela Kili, una palabra que inventaron y que significa: la abuela linda, la abuela bella de la Luna.
...el machismo y la violencia de género deben ser discutidos en la mesa de la cocina. A mi hija le regalaron en estos días una cocina y le dijimos: “¡Ay, Anto, te regalaron un laboratorio, vamos a hacer experimentos!”. Tanto ella como su hermano ven en esa cocina un sinfín de mundos...
Esta experiencia también me ha llevado a redefinir muchas ideas y roles en casa. El machismo y la violencia de género deben ser discutidos en la mesa de la cocina. A mi hija le regalaron en estos días una cocina y le dijimos: “¡Ay, Anto, te regalaron un laboratorio, vamos a hacer experimentos!”. Tanto ella como su hermano ven en esa cocina un sinfín de mundos. En nuestra casa, tanto la mamá como el papá cocinan, lavan, limpian la casa. Somos un equipo. Hay que romper paradigmas, permitirnos hablar de estas cosas. Nuestros hijos serán los ciudadanos del mundo del futuro y por eso tenerlos es toda una responsabilidad.
Ahora estoy involucrado con varios movimientos de mujeres en Soacha. El 10 de octubre del año pasado, por ejemplo, organizamos una marcha en contra del feminicidio a la que asistieron unas 700 personas. Todos marchamos con camisas blancas que llevaban el rostro de mamá. Estamos creando una fundación que brinde acompañamiento terapéutico, económico y jurídico a las mujeres víctimas de violencia de género. Deseo profundamente que la muerte de mi mamá se transforme en acciones concretas que mejoren las condiciones de vida de las mujeres y les den otras posibilidades de vida, porque si todo esto le pasó a ella, una profesional rodeada de su familia, clase media alta, no me quiero imaginar lo que sufren otras mujeres con menos oportunidades.
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“Sabe amargo el licor de las cosas querida; se acabó lo mejor, quién nos quita esta herida…”, canta Fito Páez y te pienso. Pongo una y otra vez la canción. Antes me encerraba a escribir y a llorar, ahora prefiero hacerme un mate, salir, llamar a alguien. Cuando siento la tentación del encierro me digo: no puedo caer, porque eso no sería el honor que estoy pregonando. Ahora estoy escribiendo una novela. Adiós Buenos Aires empieza justamente cuando regreso al país por tu muerte. Tu personaje se llama Amanda, como te llamábamos a veces mi tío y yo. ¿Recuerdas que yo descubrí que ese no era tu nombre casi a los ocho años? Tomé tu cédula y supe tu nombre. Pero en mi corazón eres Amanda, la que ama y a la que nosotros tanto amamos. Hay que seguir viviendo, mamá, pero en pie de lucha.
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1. Comunicadora social - periodista de la Universidad de Antioquia. Ha escrito crónicas para medios como Universo Centro, el periódico universitario De la Urbe y la Revista Universidad de Antioquia.